Desde la letrina – Círculo de Samsara

Posted on 12 septiembre, 2018

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Por Juan Pablo Ramírez Idrobo

Siempre me tocan las peores horas. Razón tienen las palabras populares ordenadas en la máxima de que no por mucho madrugar amanece más temprano. Las orillas del mundo se ponen de acuerdo para inaugurar sus tristes rituales diarios a la misma hora. Tiempo por decreto, siete aeme.

Entonces salto de la cama dos horas antes. Lo confieso, no salto, sino que escapo con el mayor sigilo del abrigo nutricio de las cobijas. Debo sentarme primero. Mirar una chancleta como se mira a la mujer que alguna vez se amó y ahora pasa de la mano con otro ser igual de miserable que todos. Sentir que el alba corta las entrañas y ponerse la chancla y la otra y abrir la llave de la ducha para que caliente la ilusión de estar medio vivo.

Eso es no estar del todo despierto. Pero el frío es enemigo natural de la ensoñación así que, pese a lo que pueda parecer, esperar el bus es el primer síntoma del día en el que se predice la vida y su absurdo desperdicio.

Mala hora. Todos queremos llegar a la misma parte, al mismo tiempo. Todos tan pelo lavado, uniforme justito y casi limpio. Olor a mugre postergada y sueño pisando los talones de las colegialas que anoche se desvelaron guasapiándose los amores y vergüenzas cotidianas. Perfumes recién aplicados -sahumerio del ritual del libre mercado-, lagañas, removedor.

El pavor que produce pagar el pasaje y que el chofer diga, ahora le doy el regreso. La paradójica maldición de tener billetes de alta denominación, pero que no son propicios para transacciones cotidianas como pagar un pasaje de colectivo. Mala memoria. Bajarse sin reclamar las vueltas. Hijueputa, el billete era de cincuenta.

A veces de pie y otras sentado. No alcanzar puesto y, sin embargo, quedarse en el colectivo, pagar el pasaje completo y agarrarse de una varilla, son la aceptación más cruda de la esclavitud de nuestros días: el amo es el tiempo. En todo caso así, parado, puedo mirar a los suertudos que se recogen en las sillas cochambrosas. Solo basta bajar un poco la mirada para percibir el escote de la oficinista que usa brasier sin relleno, donde una medallita de María Auxiliadora hace equilibrios para no caer en las honduras del seno majestuoso, mañanero, pecoso y por lo pronto firme. A su lado hay otra mujer que revisa con furia las últimas iluminaciones del feisbuc ancestral. No conviene quedarse mirando; sólo alternar la imagen de las tetas con la vista al frente.

Pero a veces puedo ir sentado. Desde que pongo las nalgas en el aposento entro en estado de alarma, pues es probable que se suba algún sujeto políticamente viable de ser ayudado brindándole mi lugar. También pasa que toma el mismo vehículo aquella mujer que nunca he visto ni veré otra vez, pero que deseo profundamente. El peor enamoramiento es el de buseta: fugaz y anónimo, frustrante.

El vaivén es lo de menos. Las frenadas son lo de menos. La cercanía con otros es lo feo. Esa proximidad forzada que violenta la frontera última que es el cuerpo. El calor humano es la peste del infierno, al menos cuando no es consensuado y fruto del cariño y la empatía.

Ahora, sentado, debo mirar para arriba porque un sujeto de pie y colgado de la varilla, lleva audífonos, gafas de sol, gomina en el pelo y mirada al frente mientras restriega su pajarraco contra mi hombro. Se suben dos más y el tipo se corre dos puesto hacia tras, llevándose su cosa a otro hombro. Ya no tengo un pene encima, sino el morral de una muchacha que hace maromas para ir parada y no estorbar.

Mirar al frente. Reconozco en la limpieza inaugural del día otros rostros de similar inquietud a esta que me arropa y voy describiendo en la cabeza (sacar un lápiz en estas circunstancias es difícil y estúpido). Este armatoste en movimiento sirve para licuar cuerpos y voluntades y rápidas miradas al reloj: cuarenta minutos exactos que son como la vida del planeta (desde el magma primigenio hasta la última explosión), cuarenta minutos eternos.

Levantar el cuerpo hasta llegar al timbre. Oprimir el timbre y acomodar el cuerpo hasta que el bus se detiene. Articular movimientos para descender hasta el asfalto y olvidar todo este asunto para siempre. Todos los días.

Otro círculo de Samsara y ahí vamos.

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*Juan Pablo Ramírez Idrobo, nació de milagro en Popayán una noche de miércoles en 1979. Comunicador Social por descarte, es socialista de nacimiento y tartamudo de vocación. Autor del libro de cuentos, «El tartamudo no tiene quien lo quiera», baila rico solo en fiestas de diciembre y como buen hijo de enfermera le teme a las inyecciones.