Desde la letrina – Señores de acá

Posted on 19 enero, 2018

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Por Juan Pablo Ramírez I.

No tengo permiso moral y mucho menos intelectual para hablar sobre la peliaguda cuestión de la mujer tal y como se aborda el tema en estos tiempos. A los hombres debe bastarnos con cerrar el hocico y escuchar más bien, aprender, dejar ser y decidir.

Pero lo que sí puedo hacer es ver el mundo con mis ojos de hombre, ahora impunemente clasificado como cisgénero y heterosexual, para utilizar términos novedosos. Liberal, en el amplísimo sentido de tal palabra, para emplear la vieja taxidermia social y política.

Entonces, debo empezar por contextualizar un poco desde dónde es que quiero decir lo que voy a decir. En primer lugar, soy resultado de una crianza matriarcal donde todas las mujeres de mi casa fueron profundamente conservadoras. A través de ellas se me infundió el respeto reverencial por la figura materna y por el cuerpo propio y del otro. Aquí pongo un dato curioso: no fue sino hasta muy entrada la adolescencia y fuera de casa, en el colegio, donde asumí que había gente que podía sentir distinto en el plano sexual. En mi casa jamás me enseñaron que homosexuales, bisexuales, transgéneros, etc., fuesen cosa rara o diferente. Tampoco había diferencias sustanciales en los roles asignados a hombres y mujeres. En resumen, me criaron en un ambiente de lo más feminista y yo ni cuenta. Digamos que mi educación se la tiró el colegio.

Las relaciones humanas, como juegos de poder, abarcan una inmensa gama de posibilidades. Tal vez, las rutinas de dominación heteropatriarcales (y casi boto la dentadura pronunciando el término), sean las más repelentes de todas pues han sido persistentes en el tiempo.

Hace poco leí una columna de Antonio Caballero donde comentaba su visión alrededor de la banalización de lo grave que es el acoso sexual, a partir de darle una importancia superior a la que merece el comportamiento salido de tono de hombres situados en ciertas posiciones de poder. Que pellizcar una nalga puede que sea grosería, pero no es una violación, decía más o menos Caballero. Y pléyades de correctores políticos atacaron al señor de marras y lo tacharon de machista, de degenerado, de violador inclusive.

Pues creo que tiene razón en que no es lo mismo un pellizco o una frase lasciva a un ataque frontal y despiadado contra alguien, vulnerando su integridad. Hasta ahí, claro. Pero donde sí se le van las luces a Caballero es en no darse cuenta (creo que sí se da, pero no le da la gana aceptarlo), que la violencia no es sólo física, que la intimidación y la dominación se dan a cuentagotas y en palabras a veces dulces. Esa es el modus operandi del abusador: la constancia sibilante hasta quebrantar el espíritu de su víctima. No hacen falta pellizcos o piropos soeces. Apenas con el constante apabullar del amor propio del otro ya se cumple con la tarea de ir anulando su voluntad y su fuerza, de ir matando el espíritu.

De modo que no es lo mismo, pero conduce a lo mismo. Y no sólo para las mujeres, sino para todos aquellos que sufren de acoso en todos los ámbitos; desde la escuela, el trabajo, la familia.

Conozco a varios señores, tipos maduros que llegan a los sesenta, y que gustan de la compañía de hermosas jovencitas. Los miro con frecuencia galanteando con ellas al mejor estilo que heredamos los varones mestizos de español, buscando el doble sentido para lanzar propuestas indecorosas. Los veo pidiendo bebidas y comestibles que convida a sus invitadas, así como sus manos posadas en la rodilla de la chica, subiendo y bajando como haciéndose el bobo. Y veo la incomodidad, a veces el asco de alguna.

Confieso que a mí también me da asco. Una vez quise conversar con alguna de ellas y me contó que sí, que qué pereza ese señor (su verdugo particular), porque es todo morboso, pero como les gasta…

Y este creo que es un ejemplo clarito de cómo en este caso el dinero surte su efecto como agente balsámico para el ejercicio puerco de la dominación. Me pregunto si un tipo como yo, pobre arrancao, sería capaz de tales ‘astucias’. Imagino que apenas ponga la mano en mala parte o pronuncie el piropo vulgar, vería cruzada mi cara por cien cachetadas bien merecidas, eso sí.

Con esto no se crea que las culpo porque les guste la plata. No, no y no. Es que, como ya lo dije arriba, el dominado es víctima de la esclavitud a la que es sometido. No es fácil. La gente abusada que no habla al respecto no es porque sea pícara o le guste la pendejada. Simplemente no puede.

Además, yo no haría una cosa semejante gracias al comienzo de esta columna: me criaron bien y bajo la premisa de que uno deja de ser humano en el momento en el que ofende (de cualquier manera) el cuerpo de otro.

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*Juan Pablo Ramírez Idrobo, nació de milagro en Popayán una noche de miércoles en 1979. Comunicador Social por descarte, es socialista de nacimiento y tartamudo de vocación. Como buen hijo de enfermera, le teme a las inyecciones.