Crónica – El astronauta

Posted on 16 diciembre, 2014

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Como parte de la serie de informes alrededor de las chirimías en Popayán, el Club de los Seudoperiodistas presenta la siguiente crónica realizada a partir de la experiencia de un ciudadano (quien desea mantener el anonimato) que se dedica a uno de los oficios más extraños.

Unidad investigativa – CiudadR.

Cuando era niño yo quería ser astronauta. Me ponía en la cabeza un balde que mi mamá usaba para juagar el trapero y hacía de cuenta que era el casco. Luego, usaba los overoles del taller de mi papá y desfilaba por el solar de la casa como si estuviera en Cabo Cañaveral.

Los cuchos se daban cuenta de mi inquietud y siempre me alentaron. Acabé el bachillerato y sacaron un préstamo para que pudiera estudiar ingeniería y física. Me gradué con honores y, a partir de ahí, la cosa se puso justo como está ahora. Pasé hojas de vida en todas partes. En unas me decían que muy bonito mi promedio de notas, pero como no tenía experiencia, no podían darme el puesto. En otras, no importaba la experiencia tanto como la edad: era muy joven. Empecé a buscar trabajitos en cosas diferentes a lo mío. Fui ayudante de papá arreglando motos y aprendiz de mamá en la cocina. Ahora, que ya no soy tan joven, nadie me contrata por viejo e inexperto.

Lentamente me fui involucrando en el mundillo de la música, pues había unos vecinos que se reunían en diciembre para armar una chirimía y salir por la calle a recoger moneditas en un colador. Como siempre fui muy torpe para el ritmo, opté por asumir el papel que me caracteriza ahora. Lo hago con placer, pero con nostalgia.

La primera vez que fui diablo de chirimía fue en una época muy dura. Comenzaba el milenio y justo para ese diciembre había pasado una vaina jartísima: unos pelafustanes, disfrazados de chirimía, querían robarse la plata de un granero muy famoso que queda por el Empedrado. Eso hubo bala ventiada y hasta salió herida una muchacha qué bonita, oiga. Entonces, todo el mundo desconfiaba de los músicos en la calle y del diablito porque lleva la cara tapada, usted me entiende.

Pero después el asunto mejoró. Primero usaba una máscara toda fea, pegada casi con babas y una sudadera roja. La cola me la hice con unos retazos de dulceabrigo que encontré en la basura. Entonces, un amigo que es cuentero me hizo el favor de callarse la jeta y ayudarme a mejorar el disfraz. Nos conseguimos unos cachos de toro de lidia y armamos la cara del viruñas copiándonos de unas fotos de Amparo Grisales. La sudadera la reemplacé por un enterizo de licra roja y la cola, olalá, la cola (aprendí un poco de francés en la universidad), es desde entonces un trozo de manguera.

Ya voy 13 años haciendo de diablo y no está tan mal. Como nunca aprendí a bailar, tuve que potenciar ese defecto y parte de la atracción es verme dar vueltas como un pendejo mientras los transeúntes se mandan la mano al bolsillo. Eso de bailar y manejar el colador para recibir las monedas es un arte en sí mismo, se necesita mucha coordinación. Además, debo lidiar con el miedo de los niños que salen despavoridos apenas me ven. A mí me encantan los botijones, pero qué se le va a hacer. También, a raíz de este oficio, conseguí novia y me dan hasta ganas de casarme.

Lo importante es que, si bien, no pude cumplir mi sueño de recorrer el cosmos en una nave interestelar, ando tranquilo porque a mis cuchos no les falta nada. Y no es porque esto de diablo de plata, sino porque se murieron hace rato.

Sin embargo, el consejo que puedo darle a los jóvenes de hoy en día es que no dejen de perseguir sus sueños, a no ser que estos cuesten mucha plata o esfuerzo. En este país, estudiar y preparase no sirve para nada. O, mejor dicho, sí: para que le digan a uno que muy bien haber estudiado, pero que muy mal no tener experiencia.